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Prohibiciones para los cuerpos jóvenes, traumas de las mentes adultas

Cuando leí el primer titular que decía que el Procurador quiere prohibir las muestras “excesivas” de afecto en los colegios lo primero que se me vino a la cabeza fue un recuerdo de mi adolescencia. Yo estaba con mi novio de ese entonces, teníamos como 18 años. Estábamos haciendo fila para comprar helado y cuando él me dijo que me invitaba me empiné, lo abracé y le di un beso en la boca. Una señora, que en ese momento me pareció que tenía como 70 años pero que, teniendo en cuenta que a esa edad a uno los de 30 le parecen viejos, a lo mejor tenía unos 55, nos dijo “Eso está prohibido. Acá hay niños”. Nosotros, por supuesto, nos reímos, compramos nuestro helado y yo volví a agradecerle a él con otro beso probablemente mucho menos discreto que el anterior; los dos sabíamos que no estaba prohibido y que ningún niño se iba a traumatizar.

Para ser justos, esos titulares que aseguraban que el Procurador busca prohibir muestras de afecto en los colegios del país son inexactas y sensacionalistas. En realidad, Ordoñez emitió un concepto en su calidad de Procurador General que, aprovechando esta posición de poder, plasmaba sus ideas y opiniones personales en un documento público que buscaba influir en una decisión judicial. La gravedad de las extralimitaciones de este funcionario público da para escribir un tratado, pero ese no es el problema del que quiero ocuparme en este momento. Como yo lo veo, el problema de fondo es que lo que piensa Ordoñez (dejando de lado que claramente lo piensa en particular de una población específica: las personas homosexuales) no solo hace parte de casi todos los manuales de convivencia de instituciones educativas del país sino que hace parte de la mentalidad de muchos de los adultos que nos educaron y que continúan educando a los niños de la generación que nos sigue.

No nos digamos mentiras. ¿A cuántos de nosotros los “jóvenes” (cada vez menos jóvenes, por lo menos en mi caso) no nos han criticado nuestros papás, tíos o profesores por comportamientos a los que nosotros no les veíamos misterio alguno? Yo, por lo menos, tuve una experiencia que creo que no voy a poder olvidar nunca. Cuando estaba en el colegio una vez escuché a una señora que trabajaba ahí preguntarle a mi mamá que si yo era amiga de Fulanito y Fulanita, que a ellos todos los conocían porque eran unos descarados, que en el recreo prácticamente ‘bluyineaban’ en medio de la cancha de fútbol. Yo quedé traumatizada. Fulanito y Fulanita no solo eran mis amigos del alma sino que yo solo los había visto hacer lo que yo misma también hacía con mi novio de la época. En los recreos, ellos ponían sus maletas una junto a la otra y se recostaban en ellas. Eventualmente se daban un beso. Aparentemente, eso nos hacía, tanto a ellos como a mi novio y a mi, unos absolutos obscenos, descarados y desagradables. Desde entonces, por varias semanas yo simplemente no pude vivir en paz. Sentía demasiado pudor de mi cuerpo y de la forma en que mi cuerpo y el de mi novio podían relacionarse y cómo esto podía ser percibido por los demás. Con el tiempo y con las múltiples angustias (esas sí verdaderamente importantes) que uno tiene en el momento en que está terminando su bachillerato, dejó de importarme. Pero muchas veces volví a pensar en ese episodio y me preguntaba qué era lo que podía ser tan molesto, tan “obsceno” de una escena así. Solo con el tiempo me di cuenta que los problemas eran tres: primero, estábamos en posición vertical, segundo, éramos pareja y tercero, éramos jóvenes y bellos y por lo tanto muy sexuales a ojos de esta señora que con tanta vehemencia nos juzgaba mal. A nadie le parecieron nunca indebidos los grupos de amigos que se acostaban sobre sus maletas en exactamente la misma posición.

Y esa, precisamente, creo que es la raíz del problema. ¿Cómo percibimos los cuerpos adolescentes? Son problemáticos, claro está, cualquiera que haya pasado por ahí lo sabe. Se trata de cuerpos fisiológicamente adultos atados a mentes probablemente más cercanas a la infancia que a la adultez. Pero así como lo ilustra mi encuentro con la señora en la heladería, este es un problema de generaciones. Están los niños, a quienes, supongo, se quiere proteger de esas muestras “excesivas” de afecto, están los adolescentes a quienes supuestamente hay que enseñarles a comportarse y vivir su sexualidad y están los adultos. Los chiquitos no son el problema. La mayoría de las veces los niños no están pendientes de los demás, esa es una enfermedad que se desarrolla más adelante en la vida. Y la mayoría de veces, cuando no hay intromisión de los adultos, que suelen ser quienes le meten doble sentido a todo, los niños son los primeros en encontrar las explicaciones más sencillas a los comportamientos que perciben. “Se dieron un beso. Uy! Son novios” Si le agregan un “guácalas” es porque eso se lo enseñó la mamá o en su defecto un papá que se niega a aceptar que antes de lo que se imagina su hija va a estar en las mismas. Y el problema tampoco son los adolescentes. Porque, ¿adivinen qué? En casi la totalidad de los casos, las muestras de afecto entre adolescentes son precisamente eso: demostraciones de afecto, de cariño y de amor! Y, obviamente, también son la exteriorización de un caldo de hormonas en plena ebullición. Un caldo mágico que abre la puerta a miles de nuevas sensaciones y emociones y de formas de relacionarse con uno mismo y con los demás, que cuando a uno se lo dejan vivir y experimentar en paz y se lo enseñan a cocinar con responsabilidad es una delicia.

Entonces, ¿no será que el problema son los adultos que ven un acto explícitamente sexual en cada cuerpo joven con el que se topan? El problema no serán esos adultos que insisten en hacernos sentir incómodos con nuestros cuerpos, con nuestras sensaciones y con nuestras exploraciones? ¿El problema más grave no será que no hay cómo cocinar ese caldo con responsabilidad si a uno lo hacen sentir que todo lo que uno está sintiendo y viviendo es una cochinada? Porque cuando uno se está sintiendo así no es capaz de hacer las preguntas que necesita resolver, no es capaz de conectar sentimientos con sensaciones físicas y mucho menos es capaz de pedir un condón en la droguería para hacer en privado lo que de sobra sabe que no puede ni debe hacer en público*.


*Porque, por supuesto, – aunque la aclaración sobra para los entendidos y por eso pertenece al pie de página – siempre hay límites en el comportamiento de las personas. Mi punto es que una enorme mayoría de los adolescentes conocen esos límites, poquísimos realmente los transgreden y el problema está en aquellos que ven obscenidad simplemente porque prejuzgan a los jóvenes como seres exclusivamente sexuales antes que como personas íntegras y capaces a pesar de estar todavía en formación.