En Bogotá, ¿estamos vendiendo el sofá?
A una señora el marido le pone los cachos en el sofá de la casa. Para solucionar su problema ella vende el sofá.
Mi mamá me ha contado muchas veces esta historia, que a ella le contaron en una escuela de padres en mi colegio que, si mal no recuerdo, se trataba de lidiar con hijos adolescentes. Desde que me la contó, siempre que tengo un problema y le busco una solución me pregunto si con esa solución estoy arreglando el verdadero problema o si estoy vendiendo el sofá.
Hace pocas horas anunciaron que el nuevo Alcalde de Bogotá es Enrique Peñalosa. No pongo en duda su preparación como urbanista, sus capacidades, su convicción ni su auténtico interés por gobernar la ciudad con todo el conocimiento que tiene. Pero apenas mis amigos que lo apoyaban anunciaron su victoria en Facebook, acompañando sus posts de fotos que comparan el antes y el después de la Autopista Norte, la Avenida Boyacá y el Parque Tercer Milenio a mi me invadieron dos recuerdos. El primero, cuando leí un ensayo de William Ospina que se titula "Lo que le falta a Colombia" donde dice:
" La pobreza no es problema de los pobres, es problema de toda la sociedad, y bien dijo Bernard Shaw hace muchas décadas que permitir que haya miseria es permitir que la sociedad entera se corrompa. Esa insensibilidad, ese egoísmo, esa falta de compromiso con los demás no nos los cobrarán en el infierno, nos los están cobrando aquí, en la tierra. Por permitir que haya miserables, seres desamparados que crecen en el hambre, en la indignidad y en la incertidumbre, todo lo demás va arruinándose. No es que en este país los pobres no puedan vivir, es que ya tampoco los ricos pueden hacerlo. Permitir que haya extrema pobreza es hacer que crezcan las verjas en torno a las residencias, que se multipliquen las cerraduras, que sea necesario un ejército de vigilantes privados; es hacer que ya los hijos no puedan ir tranquilos al colegio, que no puedan salir confiadamente a los parques. La clamorosa estupidez de los dueños del país ha hecho finalmente que tampoco ellos puedan ser los dueños del país, que las calles sean tierra de nadie, que todos nos sintamos sentados sobre un polvorín. "
El segundo, la sensación de profunda admiración que sentí hace unos meses cuando aterricé en el aeropuerto de Kigali, capital de Rwanda. Un aeropuerto diminuto, más parecido al aeropuerto de Leticia en el Amazonas colombiano que al de cualquier ciudad intermedia de este país. Cuando salimos del aeropuerto con mis papás y mi hermano íbamos en un carro y yo me sentí en el lugar más placentero del mundo pero no entendía porqué. Luego me di cuenta que nunca había estado en un lugar tan limpio. Las aceras y las calles no tenían ni las hojas que se caen de los árboles. El señor que nos estaba llevando al hotel nos explicó que desde hacía diez años el presidente, un líder profundamente admirado y adorado por todos sus electores, había acostumbrado a la gente a salir a limpiar sus calles el primer domingo de cada mes. En un inglés un poco rudimentario me explicó que todos los ciudadanos, "desde el dueño del hotel hasta el mesero y él, el conductor", salen juntos y que por eso la ciudad se ve como se ve. A eso agregó, sonriendo, que en Rwanda no roban, que no existe la corrupción y que es el único país de África con una mayoría femenina en el Parlamento y cuyo presidente se ha destacado por nombrar a una mayoría de ministras en su gabinete. En nuestro paso por ese país no vi puentes, ni edificios que superaran los 5 pisos de altura. Tampoco túneles, ni metros, ni siquiera paraderos de buses decentes. Lo que sí vi en abundancia fue ciudadanos que, como este señor que nos recibió, están orgullosos de su país, viven felices y tienen un positivismo que, yo por lo menos, no había presenciado en ningún otro país del mundo. No se nos olvide que Rwanda padeció un genocidio de proporciones aberrantes cuando todos los que hoy podemos votar en Colombia ya habíamos nacido.
Virunga National Park, Rwanda. Foto por: SinturaConEse
Ya había dicho que no dudo que Peñalosa sea, como muchos afirman, el experto más experto en ciudades y urbanismo. Le creo todo lo que dice en sus TedTalks y entiendo perfectamente porqué tantos países y organizaciones lo han convocado a sus paneles de expertos. Lo que me preocupa es que sus electores, y los ciudadanos de la capital en general, lo que exijan de él es que su conocimiento y pericia se pongan al servicio del cemento. Construir esto, construir lo otro. Mejorar la infraestructura de la ciclorruta, que si el metro subterráneo o elevado y todas esas cosas que en Bogotá ya repetimos tanto que ni sabemos quién propuso qué ni entendemos en qué consiste lo que propuso. Vi un post en Facebook en el que alguien celebraba el triunfo de Peñalosa diciendo que de aquí a dos años no va a tener que seguirse aguantando los mismos asquerosos trancones. La medida del éxito del Alcalde Mayor es, entonces, si dentro de año y medio los estudiantes de los Andes, la Javeriana, el Rosario y el Externado que viven entre la 100 arriba de la autopista y Cedritos logran llegar a clase de 7. Eso y que en el camino no les roben los espejos del carro o les saquen el celular del bolsillo.
El asunto es que todos esos problemas tienen raíces mucho más profundas que no hemos querido ver. Bogotá es como una hija adolescente. Insoportable, desordenada, falta de identidad, traumatizada, marcada por una infancia desgraciada que parece que no termina. Es una ciudad que prefiere sacarle el sencillo a la mamá de la cartera para irse de rumba y gastarse horas aprendiendo Photoshop con tutoriales en YouTube para maquillar las notas antes que hacer las tareas del colegio. Y lo que es peor, Bogotá queda en una casa –Colombia– en la que la mamá nunca va a las escuelas de padres del colegio. Por eso, en una ciudad como Bogotá, en un país como Colombia, apostarle al cemento y al progreso entendido en términos de puentes, metro y pasos a desnivel es, en mi humilde opinión, vender el sofá.