Una dieta de la mente
Varias veces he leído, en revistas de esas que ponen en las peluquerías y en uno que otro consultorio médico, que cuando uno hace una dieta lo aconsejable es poner en un lugar visible una foto de una persona cuyo cuerpo uno desee. O al menos admire. Supuestamente eso ayuda a aquello de la motivación para cerrar el pico y seguirse levantando como demente desadaptado a las 5 de la mañana para ir al gimnasio. Hoy me acordé de eso porque encontré una foto que me motivó. No a hacer dieta. Sino lo contrario. A dejar de pensar en bobadas. Una dieta de la mente.
La de la foto soy yo. Tengo poco más de un año y con el tamaño gigante que me ha caracterizado toda la vida no debía levantarme a más de unos 40 centímetros del suelo. Yo no me acuerdo de ese momento pero me imagino que ese triciclo lo pedaleaba como si no hubiera un mañana. Es que en la foto se nota, pedaleaba con toda la fuerza de la que era capaz, con toda la concentración para no caerme, pero sin miedo. Yo creo, incluso, que sin mirar al frente porque no importaba llegar a un punto, lo que importaba era avanzar, avanzar, avanzar.
En esa foto salen unos cachetes grandotes, unas piernas gorditas y debajo del casco se asoma un pelo negro que unos cinco o seis años más tarde yo amaba porque – con esta blancura que hoy expongo al sol sin piedad cada vez que puedo – yo juraba que era igualita a Blancanieves. En esa foto salen los cachetes con los que luché toda mi adolescencia. Esos que provocaron que una de mis primeras búsquedas apenas descubrí Google fuera “cirugía de cachetes” y con ello viera por primera vez una de las palabras más horribles que debe existir en español: “bichectomía”. Menos mal que esa palabra es tan fea y me alejó por un tiempo de la idea, hasta que llegaron a mi vida amigos lindos que hicieron que quisiera mis cachetes. Y mucho. Pero bueno. Como uno nunca termina de aprender, en esa foto también sale este pelo negro que muy pronto planeo cambiar de color.
Con esa misma actitud con que poso tan sexy para la cámara a mis escasos 12 o 13 meses, un par de años después y hasta bien entrada la edad de la razón yo me sentaba en el tocador de mi mamá a mirarme en el espejo. A veces, hablaba sola. Pero sobre todo me miraba. Yo me gustaba. Qué va. Yo me encantaba. En ese entonces, aunque ya amaba profundamente a mi hermanito y ya sabía que era el hombre más bonito que yo conocía, todavía no le envidiaba los huequitos en las mejillas ni las pestañotas, ni le reclamaba a mi mamá por haberle dado todas las nalgas que a mi no me tocaron. Ahí todavía estaba muy lejos el día en descubriría que la talla de la ropa no tiene que ver con el número de años que uno tiene (idea que tuve por mucho tiempo, a pesar de que a los cuatro años fueran tan alta que el uniforme talla 4 que vendían en el colegio alcanzara para hacer los dos uniformes talla 2 que yo necesitaba).
En esos años me sucedieron varias tragedias y con la sabiduría de cada época supe seguir adelante sin perder el rojo de los cachetes. A los dos años se me cayó mi chupo al mar y mi mamá no tenía repuesto. Lloré hasta que me quedé dormida. El día que cumplí tres años mi mamá me dijo que mi prima, 8 meses menor que yo, ya no usaba chupo. Con toda la valentía del mundo me levanté, fui a la caneca y boté el mío. A las 8 de la noche lo extrañé, quise sacarlo de la basura y ya no estaba. Lloré y esta vez mi mamá sí tenía repuesto. Lo guardé hasta los 4 años. A los 6, en primero de primaria, la profesora mandó a los niños a recreo y dejó a las niñas ordenando el salón. Yo saqué mis onces y me dirigí a la puerta. La profesora se paró al frente y yo le dije que si los niños no ayudaban entonces yo tampoco. Por la tarde la acusé con mi mamá. Algo que no supe o que no recuerdo tuvo que haber pasado porque después de eso en mi salón cada uno ordenaba lo que había desordenado. A los 8 saqué insuficiente en un quiz de matemáticas. Lo escondí y nunca se lo mostré a nadie. Saqué excelente en todos los demás para que mis papás nunca se dieran cuenta de ese primer fracaso. A los 10 u 11 la profesora dijo que formáramos parejas, un niño y una niña. Para ese entonces ya nos había entrado un poquito de bobada y entonces nadie era capaz de escoger con quién hacerse. Un amigo dijo “yo lo hago con Carolina”. Todos se rieron, unos por el doble sentido que ya entendían, otros porque los demás se estaban riendo. Al final yo me reí más duro porque por ser los primeros nos pusieron la tarea más chevre.
No supe en qué momento se volvió más importante llegar a algún lado que simplemente avanzar, avanzar, avanzar. No podría decir cuándo fue que perdí la costumbre de mirarme al espejo con admiración por mí misma. Tampoco me acuerdo en qué momento dejó de ser válido equivocarse y sin miedo volver a pedir el chupo, guardarlo un tiempo y volver a intentar de nuevo, sin importar quién me llevara ventaja en qué. Se me olvidó en qué punto el sentido de justicia se complicó tanto que dejé de entender qué desorden le correspondía ordenar a quién y empecé a querer ordenar el de todos menos el mío. No sé cuándo se me olvidó que un primer fracaso era el anuncio de múltiples éxitos. No recuerdo en qué punto las parejas entre niños y niñas dejaron de servir para que nos riéramos y nos pusieran tareas chevres.
Espero siempre recordar este día en que me encontré la foto.