De paz, argumentos y sentimientos
No había regresado a este espacio porque no había podido articular mi punto de vista sobre el momento crítico que está viviendo Colombia y escribir sobre cualquier otra cosa me parecía vano. Desde que se anunció el fin de las negociaciones hasta este momento sentía que todo lo que podía decirse sobre los Acuerdos de paz ya estaba dicho o escrito y que, de cualquier modo, no tenía una controversia o pregunta por resolver. Mi apoyo a la firma e incorporación de los Acuerdos fue absoluto e indiscutible de manera que, aunque he seguido minuciosamente las sesudas discusiones en torno al tema, nunca sentí que tuviera nada que aportar pues en mi cabeza nunca hubo duda ni controversia alguna sobre el sentido de mi decisión. No puedo negar que esa decisión surgió y se hizo fuerte a raíz de mis sentimientos y no de disquisiciones ni argumentaciones. Que tengo argumentos para apoyar el sí, los tengo, y muchos. Pero si soy totalmente honesta, esos argumentos intelectuales fueron acumulándose solo después de un impulso sentimental que desde el primer momento constituyó una profunda convicción de que debía apoyar el sí en el plebiscito. A lo mejor, soy el vivo ejemplo de aquello de lo que nos acusan quienes militan por el no y aseguran que somos sentimentaloides, ilusos e ingenuos. Porque si hay un “argumento” que ha hecho carrera entre los que se oponen a la aprobación de los Acuerdos es ese: que los que apoyamos la Paz estamos ciegamente guiados por nuestros sentimientos, engañados por una idea falsa y despojados de nuestra capacidad de razonar.
Y acá hago una distinción. Entre lo mucho que he visto, oído y leído reconozco dos tipos de opositores a los Acuerdos. Unos que no ven otra alternativa que el exterminio de las guerrillas a sangre y fuego y solo en esa instancia logran ver la materialización de la “justicia” (así, entre comillas porque eso en realidad se llama vendetta). Y otros que alegan que el Acuerdo es defectuoso y debe rechazarse, para que sea nuevamente negociado. Y por supuesto, entre ambas posiciones hay muchos puntos medios, empezando por aquellos que en su íntima convicción creen lo primero pero, en vista de que tal posición es efectivamente insostenible en una sociedad que es, de hecho, razonable, públicamente argumentan lo segundo.
Los que creen en el exterminio del Otro cuando nos piden que nos dejemos de sentimentalismos lo que hacen es pedir que nos rebajemos a su juego de deshumanización. Porque si lo vemos con detenimiento, ese discurso que cancela al Otro, que lo llama terrorista o hampón con el único fin de construir una figura menos que humana que estemos dispuestos a destruir, es exactamente el mismo que considera que una decisión como la que enfrentaremos los colombianos el próximo domingo puede tomarse solo con la razón y no con el corazón.
Los otros, los que promueven una supuesta posibilidad de reconciliación, solo puedo decirles: lo único más idealista y ridículo que mi fe ciega en que este país puede ser radicalmente distinto es su creencia en que hay posibilidad alguna de despojarse de los sentimientos y atender únicamente a la razón. Así ustedes no se permitan aceptarlo, de la misma forma en que mi decisión está inundada de sentimientos de esperanza, de alegría ante la posibilidad del fin de la guerra y de una creencia (tal vez, irracional) en que los que hasta ahora han sido mis enemigos pueden enfrentarse con ideas (y sí, con sentimientos también!) y no con armas, su oposición a los Acuerdos no está ni en lo más mínimo despojada de sentimientos. La desconfianza frente a los guerrilleros y la posibilidad de que constituyan una fuerza política se llama miedo. Su ira ante un modelo de justicia transicional que prevé penas alternativas para los guerrilleros no es solo ira sino ganas de vindicta. Su indignación frente a los incentivos económicos que van a recibir los desmovilizados – que, sin esos incentivos no tendrían forma alguna de incorporarse definitivamente a la vida civil – se llama revanchismo. Su temor frente a la posibilidad de que Colombia modifique radicalmente su modelo político o económico (a pesar de que los Acuerdos no se prestan en absoluto para eso) es precisamente eso: puro susto. Y me atrevo a asegurar que el miedo y la sed de venganza son de hecho más poderosos que mi esperanza y mi alegría, que ustedes han tildado de ingenuidad.
Los sentimientos no son sustituibles ni sacrificables. Porque sentimos y no podemos evitarlo es que podemos experimentar compasión; sabemos lo que se siente la alegría o la tristeza, la esperanza o la desesperanza, el amor o el odio, la ira o la calma y porque sabemos que esos sentimientos son comunes a todos los seres humanos (precisamente, que esos sentimientos nos hacen humanos) es que somos capaces de imaginar los sentimientos del otro y, entonces, negociar nuestros impulsos frente a las consecuencias que tienen nuestras acciones en los sentimientos de los demás. Los únicos que no sienten se llaman psicópatas y su incapacidad de figurarse lo que son los sentimientos humanos es lo que los lleva, en muchos casos, a convertirse en asesinos seriales, por ejemplo. (Y para los que se les acaba de iluminar el bombillo para decirme que los guerrilleros son psicópatas pues: 1) no todos los son y, 2) aún si ese fuera el caso, no por eso debo yo comportarme, pensar y decidir como si padeciera de psicopatía).
Si en algo coincidimos todos, los del sí y los del no, es en que el compromiso por la paz de Colombia va mucho más allá de nuestras acciones en las urnas el próximo domingo. Y cualquiera que se haya enamorado, que se la haya jugado toda por un negocio, que haya pasado noches en vela estudiando por un título que ha soñado, que haya tenido hijos, en pocas palabras, cualquiera que haya vivido, sabe que lo que siente el corazón es años luz más poderoso que lo que piensa la cabeza. Y es mi humilde opinión que son los sentimientos y no las razones ni los argumentos los principales motores que nos van a impulsar a seguir dando todo por un país realmente democrático, incluyente y en paz.
Los argumentos ya están todos dichos y refutados y vueltos a refutar. Y el Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera acaba de firmarse. Lo que falta es reconocer nuestros sentimientos, cuánto nos afectan y cuánto cuentan en medio de todo esto y dejar de entregarnos a una idea irracional de la razón absoluta, que eso es muy siglo de las luces y ese siglo ya pasó hace mucho tiempo.
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